Hace cuatro mil años, los egipcios ya contaban con médicos especializados a su servicio, desde dentistas hasta oculistas, que combinaban sus conocimientos físiológicos con las invocaciones mágicas
Por Manuel Juaneda-Magdalena. Sociedades Española y Catalana de Egiptología, Historia NG nº 103
Desde la primera infancia, las enfermedades acechaban a los habitantes del Egipto faraónico, cuya esperanza de vida era de unos treinta y nueve años para los hombres y de treinta y cinco para las mujeres. La brevedad de esta existencia se debía a todo tipo de dolencias, para las que los textos de los «papiros médicos» ofrecían un compendio de recetas o prescripciones. Los desórdenes internos se explicaban por las anomalías detectadas en una anatomía humana de concepción muy simple, plasmada en el Tratado del corazón contenido en el famoso Papiro Ebers, fechado hacia 1500 a.C. La larga práctica de observación había permitido descubrir muy pronto la red venosa subcutánea, lo que abrió el camino a una teoría de los conductos (met o metu) que surcaban el cuerpo humano. Se creía que éstos, dispuestos de forma radial, comunicaban los orificios naturales y las extremidades con el corazón, y transportaban gases y fluidos vitales –aire, sangre, bilis, moco, orina, semen– al resto del organismo. La existencia de metu se prestaba a confusión, porque en ellos, además de vasos sanguíneos y otros conductos, se incluían tendones y ligamentos.
Las causas de la enfermedad en el antiguo Egipto
En los papiros médicos hay muchas referencias a taponamientos u obstrucciones de metu a causa de torsiones o rigideces; otras veces se describe la disminución de su número, asociada a la vejez. Todo ello impedía o entorpecía el paso del «soplo vital», verdadero alimento para los hombres y los dioses: «En cuanto al aliento que entra en la nariz, en el corazón y en los pulmones, son ellos los que lo dan al cuerpo entero», dice el Papiro Ebers.
Existía la idea de que la enfermedad implicaba la ocupación del cuerpo por seres extraños. Había seres demoníacos que perturbaban la salud al inocular su aliento envenenado en el cuerpo o en el espíritu del ser humano. Entre ellos figuraban los ujedu, que surgían de los aaa, líquidos malignos y pestilentes, y se manifestaban como gusanos.
A este respecto, el Papiro Ebers ofrece un remedio «para matar a los ujedu y echar los líquidos aaa de un muerto o de una muerta que está en el interior del cuerpo de un hombre o de una mujer».
Otros espíritus, como los setet, debían ser expulsados antes de acabar con ellos, pues si perecían dentro del cuerpo podían causar males aún mayores.
La existencia de estos entes malignos explicaba las enfermedades. El hecho de que fuesen concebidos con aspecto vermiforme, de gusano, posiblemente tenía relación con los múltiples casos de enfermedades parasitarias que inspiraron imágenes repugnantes asimiladas con la putrefacción del cadáver.
No es de extrañar que, como refieren los historiadores griegos Heródoto (Historias, II, 77) y Diodoro de Sicilia (Biblioteca histórica, I, 8), los egipcios fuesen muy dados a purgarse con ricino o a administrarse enemas purificadores, lo que hacían mediante un cuerno vaciado.
A veces, la propia sangre podía tener un comportamiento destructor, similar a los elementos referidos, cuando era contaminada por vientos que entraban en el interior del cuerpo y la trasmutaban en algo maligno: «La sangre que come».
En este caso, la sangre no cumplía con su función de unir los elementos vitales del organismo, lo que daba lugar a la enfermedad.
El centro del ser humano en el antiguo Egipto
El estudio de las dolencias contribuyó a un mejor conocimiento de la anatomía humana.
En El libro de los secretos del médico, párrafo con que se inicia el Tratado del corazón (y su variante del caso número 1 del Papiro Smith), se desvela un conocimiento celosamente guardado para los iniciados: un intento muy logrado de describir las funciones o fisiología del corazón, adornado con un lenguaje poético: el corazón «habla» a través de los latidos en los puntos extremos del cuerpo; sólo la habilidad del médico sabe buscarlos en los pulsos, mediante la palpación con sus dedos.
Según el texto, la fuente de vida es el corazón, donde tienen su sede la conciencia, los sentimientos, el pensamiento, las emociones y la rectitud.
Mediante su latido se valoran las oscilaciones del carácter de la persona y todo lo que ésta albo y sus dedos sobre la cabeza, sobre el occipucio, sobre las manos, erga de divino. «Cuando todo médico, todo sacerdote de [la diosa] Sekhmet o todo mago aplica su mansobre el lugar del corazón, los brazos y los pies; es el corazón al que examina, pues todos los miembros tienen sus vasos y el corazón habla en los vasos de cada parte del cuerpo».
A pesar de lo dicho sobre el corazón, los médicos egipcios no tenían conocimientos avanzados de fisiología y anatomía.
La observación de la descomposición de los cadáveres, junto con su experiencia en accidentes laborales y heridas militares, les permitió dar nombre a diferentes huesos (cráneo, vértebras, costillas, mandíbula, clavícula) y vísceras, pese a que nunca intuyeron la función de la mayoría de ellas.
Aunque los embalsamadores demostraron su pericia en el arte de la disección, se interesaron poco por las relaciones entre los distintos órganos.
Sin embargo, comprendieron que el hígado, el estómago, los intestinos y los pulmones eran tan indispensables que había que conservarlos para vivir en el Más Allá, por lo que se depositaban en los vasos canopes.
El tabú de no abrir el cuerpo humano para el estudio médico se mantuvo hasta época ptolemaica, cuando Herófilo de Calcedonia, entre los siglos IV y III a.C., obtuvo autorización para diseccionar cadáveres e incluso practicar vivisecciones en reos, según refiere Celso en el proemio a De medicina (23-24).
Recetas y conjuros en el antiguo Egipto
Uno de los pilares en los que se asentaba la noción de enfermedad y curación en Egipto era el mito.
Algunos dioses se ocupaban de un órgano concreto. El remedio se imploraba mediante rezos y cánticos, y la súplica del médico ante la divinidad constituía el preámbulo de un tratamiento.
A veces, el sanador buscaba la protección de la magia para esquivar el mal y la contaminación de los efluvios nefastos: «¡Oh, Isis ,Gran Maga! Libérame, desátame de toda cosa maligna y roja causada por un dios, por una diosa, un muerto, una muerta, un hombre o una mujer que venga en mi contra». Gracias al conocimiento del nombre secreto del mal, y mediante la intervención ante la divinidad, se lograba rechazar los elementos productores del desorden físico o psíquico.
El recitado de las plegarias escritas o su impregnación por el agua lustral (la utilizada en ceremonias religiosas) producían el mismo efecto terapéutico y benéfico.
El médico, pues, recurría a la ciencia y le añadía elementos rituales –desde invocaciones mágicas hasta el empleo de talismanes o amuletos– para lograr la curación.
En Egipto convivían sin estridencias el tratamiento farmacológico con el rito y la plegaria mágica, complementándose mutuamente.
Así lo vemos en algunas recetas médicas, como en un remedio del Papiro Ebers que contiene un encantamiento para eliminar el «exceso de agua en los ojos».
Para ello se invocaba a los dioses Horus y Atum, y la súplica dirigida a ellos se recitaba sobre mineral de cobre (malaquita), miel y una planta de la familia del papiro.
Junto al mito, el otro pilar de la medicina egipcia fue la enorme experiencia práctica debida a la observación de los enfermos y la enfermedad.
El arte funerario nos enseña cómo ejercían su oficio los sanadores.
En la tumba de Ipuy, en Deir el-Medina, un médico se esmera en reducir una luxación de hombro con la misma pericia que lo hace un traumatólogo hoy en día; en la misma escena, otro médico vierte gotas en el ojo de un trabajador o le extrae un cuerpo extraño…
El médico era experto en la preparación de drogas, para lo que empleaba sustancias de procedencia variopinta que la tradición había consagrado por su eficacia, y las dosificaba de forma muy precisa.
En el Papiro de Berlín, por ejemplo, se menciona en varios casos la leche de mujer como ingrediente, que, entre otros usos, se emplea en enemas para enfermedades del ano: «Remedio para un hombre que tiene un mal que presenta un peligro: leche humana: 5 ro; aceite de moringa: 5 ro; grasa/aceite: 25 ro; sal marina: 1/16; mucílago: 20 ro [Esto] será vertido en el ano durante cuatro días» (la medida ro equivale a 14 mililitros).
Médicos y magos en el antiguo Egipto
El médico, sunu o sinu, era quien cumplía con el acto de la curación. No sabemos con certeza si existían escuelas de medicina, aunque lo más probable es que los conocimientos se transmitieran de padre a hijo, como en el resto de los oficios.
Instituciones como la Casa de la Vida (Per Ankh), normalmente anexa a un templo o a palacio, pudieron servir como lugar de perfeccionamiento del saber médico.
Los médicos laicos contaban desde antiguo con una organización jerárquica muy estricta, destacando por su prestigio los de palacio; les seguían los destinados a necrópolis, canteras y expediciones militares.
Existía la especialización, según dejó constancia Heródoto: «La medicina se distribuye en Egipto de esta manera: cada médico trata una sola enfermedad, no varias».
No era extraño que un mismo profesional acaparase dos o más especialidades distintas, sin relación aparente entre sí. Estando la magia íntimamente relacionada con la medicina, la presencia del mago era habitual; los sacerdotes del dios Heka y la diosa Selkis, por ejemplo, intervenían en las picaduras de arácnidos o escorpiones y mordeduras de serpiente.
Conscientes de los remedios materiales y espirituales a su alcance, y del carácter de cada dolencia, los médicos egipcios contemplaban tres posibilidades en su diagnóstico: «Una enfermedad que yo trataré», en aquellos casos en que se preveía la curación de la persona enferma; «una enfermedad contra la que lucharé», es decir, un caso grave en el que el resultado del tratamiento se adivinaba incierto, y «una enfermedad con la que nada se puede hacer», en el caso de un desenlace fatal.